jueves, 20 de agosto de 2015

LA AVERÍA


Por segunda vez en lo que va de noche, llora. Y lo hace incluso con más intensidad que la primera vez, cuando antes de acostarse pensó en las ballenas. El médico ya se lo tiene advertido: Román, no le dé muchas vueltas a las cosas, cíñase al momento. Sin embargo esta noche Román no es dueño de sus lágrimas y se ha despertado en pleno llanto. Rosa, su mujer, harta de sus pucheros a deshora, le ha preguntado que por qué llora esta vez. Román se ha encogido de hombros y le ha dicho que no está seguro, que él estaba durmiendo. Ella no le cree, sabe que su marido es muy sensible, que le bastaría ver a una mosca ahogándose en un charco para iniciar su habitual berrinche. Pero lo cierto es que Román, hasta ahora, nunca había llorado sin causa aparente. Por eso Rosa enciende la luz de la mesilla, se echa la bata por encima de los hombros y baja a llamar a Don Alfredo, que es veterinario y  amigo de su marido. Don Alfredo vive en el segundo izquierda y no tarda en personarse con su pijama de raso azul y un maletín de cuero. Cuando Román lo ve entrar en la habitación inevitablemente arrecia el llanto. Rosa mira hacia el techo, aunque en realidad mira hacia el cielo, hacia Dios, y sale en busca de una toalla; las lágrimas de Román ya empiezan a empapar la almohada.

Don Alfredo se sienta en la cama junto a su amigo y le pregunta qué le pasa. Román, un poco más calmado, se vuelve a encoger de hombros y se deja llorar en silencio. Rosa le dice a Don Alfredo que lleva así más de veinte minutos. Don Alfredo entonces saca un estetoscopio de su maletín y escucha con callada profesionalidad el corazón de Román. Luego, declara que el ritmo cardiaco es normal y que no deben preocuparse, que ya se le pasará la llantina. Pero Rosa no sabe cuándo ocurrirá eso y por si acaso trae una palangana y se la coloca a su marido en el regazo. Las lágrimas de Román continúan brotando y al caer en el recipiente de plástico emiten un sonido hueco, como de gotera. Don Alfredo y Rosa se quedan un rato mirando a Román, hipnotizados por su llanto perpetuo. Al cabo de media hora Don Alfredo adopta una expresión de impaciencia y Rosa le invita a marcharse; él no tiene porque cargar con esto, bastante es que se ha molestado en venir, ¿verdad?, le pregunta ella a su marido. Román levanta su rostro llorado y asiente con dudosa firmeza. Rosa acompaña a Don Alfredo hasta la puerta y regresa al dormitorio preocupada. La idea de que su marido no sea capaz de contener las lágrimas le hace pensar en una avería, en la pintura de las paredes levantada por la humedad, en muebles chorreando, empantanados, como cuando Don Eusebio se dejó un grifo abierto y les inundó el comedor hace unos años.

De nuevo en el dormitorio, Rosa observa a su marido recostado en la cama; él mantiene un lamento constante, al ralentí. Ella le quita la palangana y se la lleva al cuarto de baño para vaciarla. Y es entonces, mirando todas esas lágrimas escapar por el desagüe en forma de remolino, cuando cree tener una solución, y llama a su marido para contársela. Román aparece con su inagotable goteo. Rosa le señala la bañera y le dice que se tumbe dentro, que así todas sus lágrimas caerán por el desagüe y luego irán a las alcantarillas y luego al mar… Y a Román no le queda otra que resignarse, echarse bocarriba y clavar su mirada de lluvia en el techo. Ella entonces le acaricia la mejilla, vuelve al dormitorio y se mete en la cama, y no obstante tarda un poco en dormirse; como si en el fondo le afectara lo de comparar a su marido con un grifo mal cerrado.


(Relato Finalista en Concurso Madrid Sky 2015)

lunes, 22 de junio de 2015

EL TIMO



Aquella tarde la peluquería estaba llena de gente debido a unas ampollas que parecían frenar la caída del cabello. Yo tenía que cortarme el pelo y mi madre estaba molesta porque nunca había tenido que esperar tanto, ¡pero si eso es un timo!, declaró en voz alta, y nos fuimos a casa de Leonor, una joven estudiante que a ratos hacía de peluquera.

Leonor nos invitó a entrar en el salón. Le pregunté si podía encender la televisión y me dijo que sí. Hasta aquí, según recuerdo, todo iba bien: yo era un niño libre de pecado, un niño normal que estaba viendo los dibujos el día antes de su comunión, y Jerry volvía a escaparse de las garras de Tom introduciéndose por las rejas de una alcantarilla. Lo de ese ratón era increíble, siempre se salía con la suya.

Mientras tanto Leonor se afanaba en recortar mis greñas, me decía “baja la cabeza” o “mira hacia a ese lado” o “mira hacia el otro”, jamás, en ningún momento, me dijo que mirara en el interior de su blusa, sin embargo, eso fue lo que hice. El hueco de la manga se abrió y por unos segundos la imagen de su teta izquierda se quedó congelada a escasos centímetros de mis ojos. ¡Una teta en vivo y en directo!, un extraño calor me subió hasta las mejillas, sentí cómo se ensuciaba mi alma e intenté apartar el pecado de la mente, pero fue inútil.

De vuelta a casa mi madre preguntó si me pasaba algo. Yo le dije que no, pero la verdad es que no podía dejar de pensar en la teta izquierda de Leonor, ni siquiera pensaba en la teta derecha, ni en el noveno mandamiento, ni en volver a confesarme, ya era tarde para eso; mi comunión sería una farsa, un timo, igual que las ampollas que vendían en la peluquería.







(Ganador III Premio de microrrelatos Manuel J.Pelaez)

Gracias a Ppk, Mari Carmen, Merche, y a todo el colectivo Manuel JPelaez por un fin de semana en Zafra que califico de inolvidable.

QUIZÁ MÁS AL NORTE




Antes de marcharse, parados en el descansillo, mis padres insistieron en que hacía un día estupendo para sacarla de paseo. Yo les dije que ya vería, que estaba cansado. Mi madre meneó la cabeza y me miró como cuando era niño y no quería hacer los deberes. Está bien, la llevaré a dar una vuelta, les dije. Cerré la puerta y desde la mirilla observé cómo cogían el ascensor.

Quizá más al norte, en Chamberí o por el barrio de Salamanca, no resulte tan extraño ver a una extraterrestre paseando del brazo de un hombre, pero aquí en Carabanchel no es nada habitual. De hecho ni siquiera podemos sentarnos un rato en el parque. Mis padres creen que exagero pero es muy raro que pase alguien y no se quede mirando. Luego lo normal es que empiece a llegar más gente y sin quitarnos la vista de encima formen un corro para chismorrear sobre ella. Los más curiosos hasta se acercan para hacerle una foto. La semana pasada un señor me preguntó si podía tocarla. ¡Váyase a la mierda!, le dije.

La verdad es que desde que ella llegó mi vida ha cambiado. Para empezar, siempre que salimos a la calle tengo que evitar las vías más transitadas, sobre todo cuando hace buen tiempo y las terrazas de los bares invaden las aceras de la plaza de Oporto. La gente nos para como si fuéramos famosos, tan solo para verla de cerca. Ella en cambio no parece enterarse de lo incómodo que me siento. Lo único que hace es sonreír. Sonríe mucho. Todavía no sé por qué lo hace. Yo entonces acelero el paso y rezo para que llegue pronto el invierno. Las mañanas con niebla, por ejemplo, son una delicia. Solemos levantarnos muy temprano, todavía es de noche, y bajamos caminando por la calle General Ricardos hasta la orilla del Manzanares. A ella le gusta tumbarse en el césped a mirar el cielo y las estrellas, quién sabe, a lo mejor hasta puede ver su planeta. Cuando empieza a amanecer emprendemos el camino de vuelta. La mayoría de las tiendas aún están cerradas, pero de vez en cuando nos paramos frente a algún escaparate para mirar las cosas que venden. Entonces la veo reflejada junto a mí, rodeándome la cintura con sus tentáculos, y me acuerdo del día que se escapó. Olvidé cerrar con llave la puerta y cuando llegué de la oficina había desaparecido. Después de buscarla por todo el barrio durante horas no tuve más remedio que empezar a admitir su pérdida. Fue un momento duro, casi no podía respirar, algo me oprimía el corazón, o el pecho, no lo sé. Estaba anocheciendo. Entré en el Faro a tomar una cerveza para ver si me calmaba. De pronto me di cuenta de que hacía meses que no pisaba un bar. Cuando regresé a la calle volví a pensar en ella pero ya no estaba tan angustiado. Para mi sorpresa me encontré con una amarga sensación de alivio. Quizá por eso, cuando llegué a mi casa y la vi sentada en el rellano, pensé que hubiera preferido no volver a verla nunca más. Desde entonces no he vuelto a cerrar con llave.

Hoy hemos estado paseando por los alrededores de la cárcel. Algunos todavía la llaman así aunque hace años que la derribaron. Por uno de sus flancos lindaba con el parque de las Cruces y si continuas caminando hacia el sur, de espaldas al parque, te encuentras con un descampado donde la gente amontona sus electrodomésticos viejos. En primavera suele crecer entre ellos la hierba salvaje y esas flores amarillas que no huelen a nada. Esta tarde nos hemos acercado al único muro de la prisión que dejaron en pie. En él hay pintados montones de grafitis; algunos hablan de la libertad y otros simplemente son los nombres de quienes los pintaron, nombres raros como Yunke, Brassy o Stok. Los he estado leyendo  en voz alta mientras caminábamos. Ella no ha dicho nada. Qué va a decir. Al volver a casa no hemos tenido que acelerar el paso ni cambiar de dirección. Casi parecíamos una pareja normal. Se nota que ya anochece antes y que las calles del barrio se quedan desiertas. Mientras esperábamos el ascensor hemos visto a dos vecinos que han preferido subir por las escaleras. Me han recordado a mis padres. Ellos al principio tampoco  aceptaban a mi novia. Luego fueron tomando confianza y… bueno, ahora vienen a casa todas las mañanas, mientras yo estoy trabajando, para que no vuelva a escaparse. Yo les digo que no hace falta, que no tienen por qué molestarse, que debemos dejarla más a su aire. Les repito casi a diario  que se metan en sus malditos asuntos.

¿Y qué ibas a hacer tú sin ella, hijo mío?, me dicen.





(Finalista en el X concurso de Relato Breve "Jose Luis Gallego")